SOBRE CENSURA, EMPRESA Y AUTORREGULACIÓN

9 de junio de 1999


El Estado no es ni mucho menos la única fuente de censura, ni, probablemente la principal. La Red de 1999 no es la Red de los ochenta: las compañías de telecomunicaciones controlan cada vez más pedazos de la "espina dorsal" de Internet: las aplicaciones comerciales de la Red superan sin duda a las militares y seguramente también a las universitarias. ¿Podemos confiar en la autorregulación empresarial para tener una Red libre, justa y solidaria?

En sus primeros tiempos, Internet era un sistema constituido básicamente por tres estamentos: militares, universidades y gobiernos. La gran batalla  en la arena de los ciberderechos se daba entre los militares que querían ocultar y los científicos que deseaban conocer: los estados eran los enemigos últimos a abatir pues de ellos emanaba finalmente cualquier decisión censora.

Las organizaciones pro ciber-derechos se adaptaron rápidamente a este escenario y convirtieron a los estados en blancos de todas sus actuaciones. Los profesionales de Silicon Valley, con sus posiciones ultra-liberales, descubrieron que esa disputa era un caldo de cultivo excelente para sus propias posiciones de no injerencia de los Estados en los negocios de alta tecnología, y poco a poco se fraguó la posición anarco-liberal en la Red: La solución a los problemas éticos y políticos en la Red pasa por la autorregulación empresarial, a partir de un "contrato social" entre empresas y usuarios. Los gobiernos han de retirarse del ciberespacio y permitir que los acuerdos entre empresas y consumidores fluyan libremente. La Electronic Frontier Foundation y especialmente dos de sus más conspicuos representantes, John Perry Barlow y Esther Dyson, han ayudado mucho a popularizar la idea.

Lo cierto es que las cosas son mucho más complejas que lo que los anarco-liberales creen. En primer lugar, dentro de los esquemas de economía de mercado, los ciberderechos se defenderán si y sólo si esa defensa genera beneficios, de forma que la libertad de expresión, de información o la privacidad se convierten en productos comerciales que se compran y se venden. Así, las libertades civiles básicas dejan de ser un derecho del navegante para convertirse en un servicio por el que hay que pagar. "la libertad, para el que la pague", podría ser el eslogan que resumiera esta posición.

Pero la autorregulación implica otra trampa más sutil, al ser algo voluntario, la empresa en cuestión puede decidir saltarse el reglamento cuando le apetezca o le resulte conveniente. No hay nada intrínseco malo en ello: al no haber ningún contrato prefijado, el negocio en cuestión puede decidir revocar todos los privilegios del cliente, sin que se le pueda acusar de nada. Ello prueba, sin embargo, que la autorregulación no es ni mucho menos la panacea que defienden Barlow o Dyson.

Hemos visto recientemente un caso así con todo el asunto #cannabis en el IRC hispano. Efectivamente, nos encontramos ante una organización privada, una organización que no tiene más obligación que la económica de regular sus recursos lo mejor posible, y que por tanto puede, en el momento en que le apetezca, desregistrar cualquier canal o grupo de canales. Con la ley en la mano, si quisieran podrían dejar activados sólo los canales que fueran políticamente correctos. Y también podrían decidir tener registrados sólo los canales dedicados a drogas, a partidos neo-nazis o a la cría del caracol cojo en el sur del Vietnam.

La idea de la autorregulación es poderosa, pero sólo si se aplica desde una posición ética por respeto al usuario, pues las duras leyes del mercado no permiten construir ningún cuerpo legislativo por ellas mismas. No hay nada malo en que un proveedor de acceso o contenidos regule las discusiones y los temas. Pero es muy importante que ese proveedor respete a sus clientes y se mantenga firme en sus compromisos iniciales, de forma que los clientes sepan a qué atenerse. Muchos proveedores que ofrecen espacio web gratis incluyen entre su normativa la no publicación de material pornográfico o violento. No hay nada que objetar. Se trata de una posición ética respetable, y mientras otros proveedores ofrezcan espacio web para material pornográfico y violento la situación está equilibrada. Sin embargo, otros proveedores, para evitarse problemas, han cerrado páginas pornográficas, violentas o políticamente comprometidas, aunque no existiera ninguna prohibición expresa, por una jugada puramente mercantilista de evitar publicidad adversa. Hay que respetar a los clientes y no cambiar de criterios cada vez que las cosas se ponen feas. La empresa u organización que, sin debate previo, decide modificar sus normas de publicación, está impidiendo a sus miembros ejercer su derecho a la libertad de expresión, derecho al que se había comprometido de forma implícita al admitir que los temas X, Y, o Z estaban "bien vistos" dentro de su marco. Aunque no sea un gobierno, esa organización está practicando censura, tanto o más maligna que la que practica un estado cuando secuestra una publicación u obliga a retirar una página web.

Fronteras Electrónicas invita a todas las empresas del país que ofrecen acceso a los recursos de la Red a tomarse la autorregulación en serio, a elaborar normas claras y lo más consesuadas posibles, acerca de qué se puede publicar y qué no: cómo hay que utilizar los recursos, etc. Y sobre todo, pedimos que esas normas no se modifiquen al vaivén del mercado, sino que se mantengan lo más posible y que, si se han de modificar, se haga siempre previa consulta y votación de los clientes.
 


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