El sistema de libertades instaurado en las democracias parlamentarias con la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, se encuentra en su más grave crisis desde la Segunda Guerra Mundial. Los hechos del 11 de septiembre y sus consecuencias posteriores, están conduciendo al conglomerado económico y político que venimos denominando Occidente, a una ofensiva que no sólo se dirige contra organizaciones y Estados sospechosos de terrorismo, sino contra la esencia misma del sistema democrático.
Prácticas de sistemas totalitarios, derrotados en 1945, resucitan en los últimos meses. Mientras en Estados Unidos se practican detenciones sin supervisión judicial y juristas liberales defienden la necesidad de la tortura, en España se investiga a los activistas antiglobalización a través de Internet, al tiempo que insignes catedráticos sostienen sin el menor sonrojo que espiar a los trabajadores es un derecho intrínseco del patrono.
Si entre los planes de los fanáticos que destruyeron las Torres Gemelas se encontraba socavar los cimientos de la civilización occidental, debemos concluir que en cierta manera, y desgraciadamente, los terroristas consiguieron su objetivo. Porque desde 1948, hablar de civilización occidental ha sido hablar de Derechos Humanos. En los años oscuros de la Guerra Fría, la propia palabra Occidente se utilizaba como sinónimo de libertad. Los regímenes democráticos se vanagloriaban de sus Constituciones, garantías de los derechos individuales, mientras el Gran Hermano de la novela 1984 era encarnado por los regímenes totalitarios de inspiración marxista.
La caída del muro de Berlín acabó con la farsa. Dando la razón a aquellos que sostienen que el sistema capitalista no necesita la democracia, a lo largo de los años 90 hemos asistido a la crisis del Estado de bienestar y del sistema de libertades alumbrado tras la Segunda Guerra Mundial. Los hechos del 11 de septiembre han sido la excusa perfecta para desarrollar hasta el límite sistemas de control social, en manos de países teóricamente democráticos, que hubiesen sonrojado a los dictadores de entreguerras.
El Parlamento Europeo ha reconocido la existencia de la red de espionaje Echelon, un sistema de intervención de comunicaciones al servicio de los intereses económicos y políticos de los países del ámbito anglosajón. Las medidas legislativas impulsadas por la administración Bush no hacen sino enmascarar una práctica que ya era habitual antes del 11 de septiembre, y frente a la que el propio Parlamento Europeo recomendaba la utilización sistemática de sistemas de cifrado y programas de código abierto.
Internet fue desde los primeros días blanco de las críticas de los enemigos de las libertades. La libertad de expresión y el relativo anonimato que permitía la Red de redes ha preocupado siempre a los titulares del poder: del poder político, del poder económico y del poder mediático. Un poder mediático, por cierto, que ha visto siempre en la información gratuita que ofrece Internet un obstáculo al control social que se ejerce desde los medios de comunicación lucrativos. Qué mejor ocasión que la caza y captura del proscrito Bin Laden para lanzar la gran ofensiva contra los ciberderechos.
En la guerra contra las libertades, el primer objetivo es Internet, porque garantiza a todos los ciudadanos, a un coste reducido, el libre ejercicio de los derechos a la libertad de expresión, a la intimidad, y a la asociación y reunión pacíficas. El siguiente objetivo somos todos nosotros: los ciudadanos a los que inmensas bases de datos pueden convertir en simples consumidores sin derechos.
En un mundo digitalizado y globalizado, el derecho a la intimidad debe ponerse al mismo nivel que la libertad y la vida, y ello porque la intimidad es el último reducto del ser humano frente al sistema. Cuando por vía legislativa o económica, se condiciona el derecho a la libertad de prensa y el derecho de reunión y asociación, sólo queda Internet para conspirar frente al poder. Pero en una Internet sin intimidad no hay conspiración posible. Si queremos evitar el futuro Mundo Feliz que están construyendo los medios de comunicación al servicio de las grandes corporaciones multinacionales, la última posibilidad de resistencia reside en la defensa a ultranza del derecho a la intimidad y a la inviolabilidad de las comunicaciones. En la batalla final que se avecina contra los Derechos Humanos, serán nuestras últimas barricadas.
Barcelona, 3 de enero de 2002